ABC/Brasil.- La Villa de la Barca (Vila da Barca), una paupérrima villa de pescadores en el norte de la Amazonía de Brasil, resume en buena parte la tragedia que el gigante vive como epicentro sudamericano de la pandemia. Cuando el país supera las 78 mil muertes y más de dos millones infectados, los habitantes de esta Villa a la orilla del río Guajará, en el norte de la Amazonía brasileña, sufren con la falta de saneamiento básico, de seguridad y de médicos. A ello hay que sumar la negligencia de las autoridades, que están detrás del gran número de infectados y de muertos.
Con la segunda peor posición del mundo, Brasil se encuentra desde hace dos meses sin un ministro de Sanidad que asuma las riendas de la crisis sanitaría más grave que vive el país en más de un siglo. Tras la renuncia de dos ministros en menos de 30 días, uno de ellos, el ortopedista Luiz Henrique Mandetta, que dejó el cargo por hacerle sombra a Bolsonaro, la cartera de Sanidad ha quedado a cargo de un interino, el general Eduardo Pazuello, aplastado por las críticas.
En julio, cuatro meses después de la primera muerte, el coronavirus, ha llegado a todos los rincones de Brasil, inclusive a la residencia oficial. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que le restaba importancia a la enfermedad está bajo cuidados médicos y aislado hace una semana, en el Palacio de Alvorada, mientras se recupera de lo que suele llamar de «gripecita».
Exterminio de indios y selvas
El ministro de la Corte Suprema, Gilmar Mendes, uno de los más antiguos en las sillas del Poder Judicial, acusó al Ejército, representado por el ministro Pazuello, de estar ‘asociándose a un genocidio’, al cuidar tan mal de un asunto tan grave. La declaración creó un malestar en el Gobierno, especialmente con el vicepresidente, el general Hamilton Mourão, que le solicitó a Mendes un pedido de disculpas, que nunca llegó.
Mourão es, además, director del Consejo de la Amazonia, la región más afectada del país durante la pandemia. Sin contar el registro de muertes, el área verde más importante del planeta, ha sido más deforestada que nunca a lo largo de los meses de Covid-19. Mineros y madereros ilegales se han aprovechado de la situación para invadir tierras, llevando el virus a territorios indígenas, incluso los más aislados, con el respaldo explícito del ministro del medio ambiente, Ricardo Salles.
Cuando la pandemia acabe, podrán contarse las pérdidas de selvas, de indígenas y de las culturas y tradiciones que se irán con ella. Según la organización, Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (Apib), hay más de 10 mil casos confirmados de indígenas infectados hasta el inicio de julio.
La enfermedad está poniendo en riesgo más de 200 idiomas indígenas y tradiciones , que se están yendo especialmente con las muertes de los más ancianos, como Djalma Marubo, de 83 años, que vivía en el município de Atalaia do Norte, en el estado de Amazonas.
«Las poblaciones más vulnerables fueron las más afectadas», afirmó Carissa F. Etienne, directora de la Organización Panamericana de Salud (Opas), que cuenta que en la Amazonía brasileña la tasa de muertes de indígenas es cinco veces mayor que el promedio nacional.
Médicos sin protección
«La Villa resiste a la pandemia con recursos externos y donaciones, además del trabajo de consciencia y educación hecho por la propia Asociación de Moradores da Vila da Barca, sin ningún apoyo público», explica el fotógrafo João Paulo Guimarães.
En la única enfermería pública de la Villa de la Barca, el horario de atención es limitado de 8 a 5 de la tarde y no hay un especialista en casos de COVID19. Quien llega, de madrugada, recibe una seña, para ser atendido una semana después, desde que el problema no sea el coronavirus. «Los médicos no tienen ni los equipos mínimos de protección», cuenta la profesora de pedagogía y presidente de la asociación de habitantes de Vila da Barca, Inêz Medeiros, sobre lo que se encuentra en ese local.
Sin apoyo público, Medeiros reunió voluntarios para llevar donaciones de alimentos a los más pobres y organizó un censo para mapear los problemas de la Villa en tiempos de pandemia. Los voluntarios visitaron 1.100 casas, cada una de ellas, humilde, y en general muy pequeñas, alberga un promedio de 6 personas.
La profesora Inêz Mederiros, que también es catedrática, se sorprendió al descubrir que al menos 800 familias presentaron síntomas de Covid-19, muchos de ellos leves. «La mayoría se trata con remedios caseros, por falta de atención médica», relata.
«Fueron pocas las casas que podían aislarse y preservarse del virus. La mayoría de las residencias en que se registraron síntomas, fue porque las personas necesitaban salir, porque la situación no es favorable para que se mantengan en casa. Mucha gente sin trabajo ni ingresos, que vive de recursos de gobierno», dice la profesora.
Andenilce Souza dos Santos Avelar, perdió dos parientes en la misma semana. Su madre, Dulce Batista, de 68 años, estaba muy bien de salud y de repente se sintió mal. Tuvieron que ir a un centro médico distante cuando ya era tarde. Doña Dulce, que era una de las ancianas más queridas de la villa, llegó sin fuerzas al hospital, se recostó en las faldas de su hija, rezó un Ave María y paró de respirar cuando terminó la oración.
«Un número más, sin color, sin clase social. Apenas la etiqueta de Grupo de Riesgo», reclama Guimarães, que fotografió a Andenilce, con los retratos de la madre, y del hermano, Carlos Emerson, de 47 años, que murió unos días después.
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