Violencia en la pandemia, líderes indígenas asesinados en América Latina

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Publicado: 18 Sep, 2020

LADOBE/Región.- La violencia contra las comunidades indígenas de América Latina ha recrudecido en el 2020 y la pandemia se ha convertido en un factor determinante. Las restricciones que ordenaron los gobiernos para detener la expansión del coronavirus han sido un vehículo para que las organizaciones criminales controlen los territorios indígenas y acallen a sus líderes. El riesgo de muerte fue latente y cercano por la obligación del confinamiento, en un primer momento, y lo sigue siendo hoy por la necesidad de reducir la movilidad para evitar el contagio. Algunos han sido víctimas de asesinatos selectivos, otros murieron como parte de masacres.

El coordinador general de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica), Gregorio Mirabal, considera que el coronavirus es la catástrofe más grande para los pueblos originarios de la Amazonía en los últimos 100 años. Pero precisa que esta es una pandemia dentro de otras tan graves para los indígenas como el extractivismo, la contaminación que esto genera, los asesinatos por invasión de tierras y los incendios forestales. “No se necesita un estudio científico para saber que este es un proceso de exterminio por diferentes causas”, opina.

Colombia y México encabezan la lista de los países con más altos índices de asesinatos contra defensores ambientales, según el último informe de 2019 de la ONG Global Witness. Y el 40 % de las víctimas reportadas en el mundo ese año —212 en total— pertenecía a pueblos originarios. La violencia se ha agudizado durante la pandemia en varios de los países que figuran entre los más afectados de la región. El clamor principal de las comunidades afectadas por esta escalada de criminalidad es el respeto de sus derechos y la atención de sus gobiernos. Mongabay Latam reúne en esta publicación testimonios de líderes indígenas y especialistas en casos de derechos humanos de Colombia, México, Guatemala, Honduras y Perú.

Colombia: la cifra de asesinatos podría superar la de 2019

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Cada vez son menos awá en Ñambí Piedra Verde, pero los que se han quedado siguen en su firme propósito de proteger su territorio/ Foto: Resguardo Ñambí Piedra Verde

En la tarde del martes 19 de agosto, Miguel Caicedo, gobernador del resguardo de Pialapí Pueblo Viejo, Nariño (Colombia), confirmó el asesinato de tres indígenas de la etnia awá en la remota comunidad de Aguacate. Al gobernador le tomó un día recorrer el escabroso camino para llegar a aquel pueblo, el más lejano de los 10 que hay en el resguardo. Los cadáveres de los tres indígenas evidenciaban que el crimen había sido perpetrado al menos diez días atrás. Es decir, casi por la misma fecha en que el líder de esta etnia, Francisco Cortés, fuera atacado a balazos en el sector de La Vaquería.

En medio de la pandemia, el pueblo awá también ha llorado los asesinatos del dirigente de Aguacate, Ángel Nastacuas, del exgobernador del resguardo Ñambi Piedra Verde, Fabio Guanga, y del gobernador suplente del resguardo Piguambí Palangala, Rodrigo Salazar. Algunos líderes awá han tenido que huir para no morir acribillados. Otros permanecen amenazados en sus casas sin posibilidad de movilizarse por las restricciones que acarreó la propagación del COVID-19. Las causas de esta violencia contra los awá convergen principalmente en las disputas por el control del territorio. Una situación que se disparó durante estos meses de cuarentena en Colombia. “Los están matando brutalmente”, le dijo a Mongabay Latam Diana Sánchez, directora de la Asociación Minga y coordinadora del programa Somos Defensores.

El departamento de Nariño, al que pertenece este pueblo indígena, está en la frontera de Colombia con Ecuador y es uno de los sectores colombianos con mayores extensiones de cultivos de coca (36 964 hectáreas, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito – UNODC). Por su ubicación, Nariño se ha convertido en un importante corredor del narcotráfico y zona estratégica para la salida de cocaína hacia Estados Unidos, para el tráfico de armas y la explotación legal e ilegal de minería. Allí confluyen disidentes de las FARC y grupos armados al servicio de intereses económicos. También está la Fuerza Pública colombiana, así como la organización indígena awá que intenta ejercer su autonomía y defender su territorio.

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Pero lo que ocurre en Nariño es la realidad a pequeña escala de lo que ocurre en otras comunidades indígenas en Colombia, sobre todo de los pueblos asentados en las fronteras con otros países. Este es el caso de los emberá, en el Chocó, o de los wayúu, en La Guajira, además de los awá, en Nariño. Diana Sánchez explica que aquellos territorios, llamados zonas de frontera agrícola, son los epicentros de la conflictividad armada debido a la incesante actividad extractiva de madera, minerales, carbón y petróleo, aún en época de pandemia. El narcotráfico, señala la representante de Somos Defensores, también los ha convertido en enclaves para laboratorios de elaboración de cocaína y en zonas de tránsito para los insumos de la droga. La directora de la Asociación Minga sostiene que a las empresas les incomoda mucho el proceso de consulta que deben realizar para intervenir los territorios indígenas.

“Los indígenas son vistos como un estorbo para las economías legales e ilegales. El Estado no les da las garantías como pueblos ancestrales y protegidos por la constitución”, señala.

En los últimos meses, la grave desatención sanitaria obligó a que muchas comunidades conformen sus guardias indígenas para el control diario de las entradas y salidas a sus territorios. La intención era evitar la propagación del COVID-19, pero aquella restricción de movilidad puso a los indígenas en la mira de los grupos armados que no han dejado de operar en la cuarentena. Algunas de las muertes en Nariño tuvieron este trasfondo, también en el Cauca y Chocó.

El mandato de cuarentena obligatoria que arrastró la pandemia ha sido otro factor letal para los indígenas. Leonardo González, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos de la ONG Indepaz, indica a Mongabay Latam que, al no poder movilizarse de sus casas, los líderes de las comunidades han sido amenazados y han quedado expuestos a los grupos armados que pueden encontrarlos en cualquier momento. Esto les pasó a los indígenas awá, Fabio Guanga y Sonia Bisbicus, quienes fueron asesinados el pasado 28 de julio en el resguardo Ñambí Piedra Verde. También a los pobladores emberá Omar y Ernesto Guasiruma Nacabera, en Chocó, departamento ubicado en la frontera colombiana con Panamá y el mar Caribe.

En Colombia, ni las industrias extractivas legales e ilegales, el narcotráfico o los grupos armados han detenido sus operaciones en este periodo de emergencia por el COVID-19. Los indígenas, en cambio, junto con el desafío diario de sobrevivir en sus territorios deben asumir la imposibilidad de protestar o reunirse para hacer visibles sus problemas. Además, los procesos judiciales de algunos indígenas que han denunciado ser criminalizados, o que incluso están presos, han quedado congelados. Sin embargo, la escalada de violencia es avasalladora y parece ir de la mano con los contagios. Hasta la primera semana de septiembre, Indepaz tenía contabilizados 10 062 casos de coronavirus en 70 de los 120 pueblos indígenas que hay en Colombia. Casi 8600 indígenas habían superado el mal y 339 habían fallecido.

Indepaz también ha reportado que 74 indígenas, quienes fueron líderes sociales o defensores de derechos humanos, han sido asesinados en lo que va del año. Leonardo González detalló a Mongabay Latam que al menos 45 de estos crímenes fueron ejecutados durante la pandemia. La ONG ha registrado además 55 masacres en el curso del 2020, varias de estas contra poblaciones indígenas.

Gregorio Mirabal, de Coica, recuerda que de los 98 líderes indígenas asesinados en la Amazonía durante el 2019 —según el último informe de la ONG Global Witness—, 64 eran colombianos. Con lo que ha generado la pandemia, Mirabal proyecta que los resultados para los indígenas de la cuenca amazónica en este 2020 serán mucho más devastadores. “Están asesinando a nuestra gente y desplazándola de sus territorios para la imposición de actividades mineras y petroleras”, enfatiza.

De acuerdo con el ex presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), Armando Valvuena, el desplazamiento, producto del despojo de tierras, ha perjudicado históricamente a indígenas, mestizos y afros en suelo colombiano. Detalla que más de 6 millones de personas han sido desplazadas de sus territorios en Colombia. Ese fenómeno al parecer ha cobrado un nuevo impulso en el contexto del COVID-19 con el incremento de amenazas y asesinatos en pueblos nativos. “Debido a las masacres, la gente ha tenido que salir de nuevo de sus comunidades”, anota Diana Sánchez. Y Armando Valvuena subraya: “Luego va el Estado a esos lugares donde nunca estuvo, se posesiona de la peor manera y vienen los procesos de explotación minera y de hidrocarburos”.

Ben Leather, responsable de campañas de la ONG Global Witness, puntualiza que los comuneros que huyeron ahora ya no pueden retomar sus tierras porque al regresar han encontrado empresas extractivas y nuevos grupos armados controlándolas. El desplazamiento, anota Leather, siempre va a implicar que la labor de un defensor para su comunidad sea más complicada, y a eso apunta el crimen.

México: «la cultura del miedo»

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A Samir Flores lo asesinaron el 20 de febrero de 2019. Se oponía a la construcción de la termoeléctrica de Huesca, en Morelos/ Foto: Cartel que realizaron artistas aliados a la defensa de la tierra y el agua en Morelos

Los pueblos originarios de México afrontan un contexto de violencia muy similar al de las comunidades indígenas de Colombia. Una situación que el delegado maya yucateco, Ángel Sulub, del Congreso Nacional Indígena (CNI) de México, señala como el recrudecimiento de una guerra emprendida por las empresas, el gobierno y las organizaciones criminales contra los indígenas. Sulub describe que el despojo territorial, la persecución de defensores ambientales y el irrespeto por los derechos indígenas se agudizaron en las 68 comunidades nativas mexicanas a medida que la orden de confinamiento por el COVID-19 se fue prolongando.

En la península de Yucatán, la industria del turismo y los grandes proyectos de sistemas eólicos y fotovoltaicos son la principal amenaza para los indígenas de la etnia maya, precisa Sulub. El dirigente cuenta a Mongabay Latam que las políticas públicas han socavado sus economías tradicionales, como la siembra, para favorecer a grandes compañías extranjeras. Y que las mismas políticas han impulsado megaproyectos como el Tren Maya, que considera tremendamente perjudiciales para las comunidades. Con la llegada de la pandemia a México la situación para ellas ha sido todavía más dramática.

“Se inició el confinamiento y paró el turismo. Cerraron los hoteles y hubo un despido brutal de mayas”, lamenta Sulub. Las restricciones para evitar la propagación del coronavirus obligaron a que los indígenas permanezcan en sus casas, dejen su organización y su lucha. Los juzgados cerraron y, cuando empezaron a atender con limitaciones, indica el delegado del CNI, rechazaron las demandas de amparo o los recursos judiciales que los mayas procuraban para contener la degradación de su territorio. El líder indígena dice que les han pedido regresar al final de la pandemia. El Tren Maya y los demás proyectos, sin embargo, han continuado durante el periodo de cuarentena. También la actividad minera y la tala clandestina que agobia a las comunidades de otras regiones.

Ángel Sulub remarca que el crimen organizado y las grandes empresas buscan muchas veces el control de los territorios indígenas. Para esto toma como referencia lo ocurrido en febrero de 2019 con Samir Flores, un defensor ambiental de la etnia náhuatl que estaba en contra del proyecto integral Morelos. Ángel recuerda que días antes de que Flores fuera asesinado, este y otros luchadores sociales habían sido acusados de conservadores en un pronunciamiento político. “Este tipo de señalamientos nos pone en la mira del crimen”, dice. Y sitúa a la región maya como el punto en el que ahora han confluido los sistemas criminales que operaban en el centro y norte de su país. El resultado, agrega, ha sido una cotidianidad de ejecuciones en la que los mayas son protagonistas.

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