PÚBLICO/Región.- La tradición oral es la clave de la difusión y la conservación de la cultura de los pueblos originarios de América Latina, generación tras generación, por eso cada vez que una comunidad indígena pierde a uno de sus líderes es como si desapareciera «una biblioteca». El símil es del arzobispo de Porto Velho (estado brasileño de Rondônia), Roque Paloschi, y se ha ido marcando a fuego en Brasil a medida que llegaban las malas noticias: lo saben en la Aldeia Itapuã y en el Alto Xingu; lo saben los Yawalapiti y los Kayapó. También lo han vivido los Aymara en los Andes bolivianos; los Toba, del Gran Chaco paraguayo, y el pueblo Mixteco, en el estado mexicano de Guerrero.
Desde marzo hasta ahora, en lo que a protección de las comunidades indígenas se refiere, ha habido de todo en América Latina. El reto civilizatorio está siendo tan arduo como se esperaba. Los gobiernos nacionales no aciertan con la estrategia ideal para preservar la salud de los pueblos originarios. Algunas administraciones lo intentan, pero no dan con la tecla. Hay ejemplos de corta inversión y de poca predisposición. En definitiva, se mezclan puntuales aciertos con bastantes errores, lo cual hace que, en líneas generales, no se consiga auxiliar a una población con alto grado de vulnerabilidad.
No se consigue en Colombia, donde aún no se ha presentado una estrategia clara a nivel nacional para contener la pandemia en las zonas rurales. Así lo denuncia la Organización Nacional Indígena de Colombia. «El Gobierno Nacional ha dado prioridad desde el inicio de la emergencia a las grandes ciudades y áreas metropolitanas, dejando en condición de orfandad a las poblaciones indígenas, afrocolombianas y campesinas». Sus afirmaciones se incluyen en el último boletín publicado por su Sistema de Monitoreo Territorial.
Las propias comunidades indígenas colombianas han tenido que ponerse manos a la obra para paliar el abandono institucional. No tardaron en crear el Plan de Contingencia para la Contención-Aislamiento y Atención para los Pueblos y Naciones Indígenas de Colombia, con acciones en torno a la prevención y manejo de casos (protocolo propio e intercultural), a la comunicación, información y educación para la salud, y al fortalecimiento del gobierno propio y del control territorial. Mientras avanzan por su cuenta exigen al Gobierno Nacional, «de manera urgente», la conformación de «una mesa de trabajo con capacidad de decisión y participación del Instituto Nacional de Salud y el Ministerio del Interior». Una mesa de trabajo que llegaría demasiado tarde, en todo caso, con más de mil muertos indígenas ya entre los fallecidos colombianos.
No se logra en Perú, aunque el ministerio de sanidad esté trabajando con organizaciones locales bajo el denominado «Plan de intervención para comunidades indígenas y centros poblados rurales de la Amazonía, frente a la emergencia del Covid-19». Se quejan desde la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana de falta de información y de ausencia de protocolos. No se han comunicado a la población las formas esenciales de combatir el virus y, sobre todo, no hay unidades médicas para la población nativa. Por no haber, no hay ni registros fiables del impacto del virus entre las comunidades indígenas.
Esta diferencia entre la teoría y la práctica ha acabado en los tribunales. El Primer Juzgado Civil de la Corte de Loreto, en el noreste de Perú, ha admitido a trámite la demanda de acción de amparo articulada por la Organización Regional de Pueblos Indígenas del Oriente contra el Ministerio de Salud, la Dirección Regional de Salud, el Ministerio de Cultura y el Ministerio de Economía y Finanzas. El Gobierno peruano va a tener que dar explicaciones.
Tampoco es posible un correcto auxilio en Ecuador, que esta semana está conmemorando el levantamiento popular de hace exactamente un año. Finalizó el estado de excepción, que ha estado vigente seis meses, en cambio, los índices de contagio continuaban siendo amenazantes. De modo que la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador ha seguido dictando normas propias en sus dominios, haciendo especial hincapié en mantener «las guardias comunitarias activas, controlando el acceso a territorios comunitarios, y guardando la disciplina colectiva», y en recuperar poco a poco la actividad comercial guardando las medidas sanitarias básicas en «las formas de intercambio comunitario, trueque, ferias comunitarias, para abastecer a los territorios de manera equitativa».
Los desafíos de la región incluyen, así mismo, escollos ligados al flujo migratorio. Miles de refugiados venezolanos siguen cruzando las fronteras hacia los países vecinos y la coyuntura sociosanitaria exige especial cuidado con los refugiados indígenas. El ayuntamiento de Manaus, capital del estado brasileños de Amazonas, ha tenido que gestionar una estrategia para acoger y proteger a cerca de dos centenares de indígenas del pueblo Warao, llegados de Venezuela.
Y eso que cuando se habla de covid-19, Manaus no es una ciudad cualquiera: fue el primer rincón brasileño en ver colapsado su sistema público de salud, allá por el mes de abril. La habilitación de albergues para los Warao, y la atención sanitaria que requerían, han sido fruto de una cadena de colaboraciones de las autoridades municipales con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), y organizaciones de la sociedad civil como Aldeas Infantiles SOS Brasil o el Instituto Mana.
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